Cuando pienso en un origami, me vienen a la mente unas cuantas palabras: creatividad, infancia, disfrute, sorpresa, dificultad.
Desde pequeña, esta técnica me ha causado cierta fascinación, admiración. Quería hacer todas las figuras, aprender y desaprender, implantarlas en la memoria. Creía que lo único importante con respecto a ese arte era hacer y repetir, fijar en mi cabeza la figura, cuántos dobleces, cuántas direcciones. Información y más información.
Hace unos días me encontraba frente a una nueva amiga. Sus seis años, su carita de expectativa. Yo, la supuesta profesora, seguía las indicaciones de una clase de origami en youtube. Ella me observaba e iba imitando los pliegues; los hacía rápido, buscando el resultado: ese conejo saltarín que aparecería en pocos momentos. Pero no aparecía. Los pliegues y el afán empezaron una batalla, y se iba vislumbrando un conejo deforme.
Me detuve, algo faltaba. No era astucia de la aprendiz, que le sobraba. Obviamente sí era experiencia de la tutora. Pero iba más allá. Parar y observar, dejar el afán. El conejo deforme me mostró que había algo en los pliegues.
Y empezamos de nuevo: marcamos líneas con colores, pusimos puntitos de color en los bordes, en las esquinas que encajaban, le dimos tiempo a cada plegado.
Se me escapan los detalles en las relaciones conmigo misma, con mis tareas pendientes, con esa otra persona, con mis emociones.
Parar y observar, y pintar de color ese detalle. Que el afán no nos deforme lo cotidiano.
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